El metro, la calle, la guerra, ¿dónde están los habitantes?

Por Jesús Reinoso G.
Estudiante Magíster Hábitat Residencial FAU

Tres palabras con una fuerte carga simbólica circulan una y otra vez por distintos medios de comunicación a nivel nacional: el metro, la calle, la guerra. En momentos como estos, donde atravesamos por una alta contingencia social y política, vale detenernos y llevar a cabo una breve reflexión sobre el sentido, la sustancia y la direccionalidad que se le está dando a estos tres conceptos en el plano simbólico y discursivo de narrativas políticas que tienen altos grados de influencia sobre la opinión pública.

En primer lugar, para gran parte del mundo político y empresarial, el metro constituye uno de los principales “polos de desarrollo en Chile”. Su diseño, la eficiencia técnica, el funcionalismo que le otorga a la ciudad, la pulcritud de sus dependencias y sobre todo, la rapidez con que se va expandiendo por una amplia red de comunas en la capital, lleva a que ciertos grupos de poder hayan instalado con éxito la idea que este medio de transporte sea una prueba concreta y material del avance macroeconómico del país. Sin embargo, cabe preguntarnos por qué este bastión del crecimiento económico no es congruente con un transporte de calidad para sus pasajeros, con un servicio que esté en sintonía con la dignidad de todas las personas. Incluso, luego de hechos tan significativos como el incendio de varias de sus estaciones, la forma en que miles de personas viajan a diario sigue ausente del debate público, como si fuera un simple detalle que no tiene importancia frente al protagonismo de la infraestructura, del entorno construido que la empresa de transporte abarca. Puedo estar en desacuerdo con la táctica de prender fuego a las dependencias del metro, pero lo cierto es que no puedo dejar de ver que existe una violencia cotidiana, naturalizada, invisibilizada, imperceptible para muchos sectores empresariales y políticos, y que debemos experimentar a diario las miles de personas que nos trasladamos en nuestros viajes.

Por otra parte, se encuentra “la calle”, palabra que se ha conceptualizado tanto en el lenguaje político, así como en distintos medios de comunicación, como una entidad que tuviese vida propia, una criatura acéfala, hambrienta, ciega por sus emociones, y que despliega un gran potencial de energía cuando se enfurece, una suerte de quimera- entendiendo esta palabra no como una ilusión, sino como un monstruo imaginario-. En este sentido, será muy mal vista una determinada forma de hacer política que siga los dictámenes de “la calle”, pues esta es el escenario del caos, el revés de todo tipo de racionalidad y de construcción pacífica de acuerdos. Llegados a este punto, nos preguntamos desde cuándo la masiva presencia de personas que se reúnen, marchan y despliegan sus consignas en un determinado espacio público adquiere una connotación tan negativa. ¿Está acaso la máxima expresión de la racionalidad humana encapsulada en los salones del poder político-institucional, o en los laboratorios de las universidades?

¿Por qué se habla de la abstracción “calle” con tanta ligereza y no de las miles de personas que habitan, ocupan y transitan las calles? En este lenguaje al cual nos referimos, ¿dónde están las y los habitantes que le dan sentidos a las calles, a las veredas, a las esquinas y las plazas?

En tercer lugar, el emplazamiento a la guerra realizado por quien ocupa la máxima autoridad institucional en el país, no resulta para nada banal, pues no se trata del enfrentamiento con una nación vecina, con una amenaza externa, sino con un enemigo interno que no tiene rostro, que se oculta entre nosotros y que puede estar en mi barrio, en mi comuna o en mi ciudad, no sé quién vive en el piso de arriba o quien transita en mi edificio, jamás he hablado con el vecino de la casa de enfrente, no sé quiénes son las personas que veo todas las mañanas cuando salgo de mi casa y ellas salen de las suyas. Este llamado tiene el claro objetivo de restar las redes de asociatividad, de minar las confianzas de base, y de infundir el miedo de volcarnos hacia un estado de naturaleza pre-político y pre social, “la guerra de todos contra todos” de la que hablaba Hobbes. Y lo cierto es que este miedo no encuentra su tierra fértil entre los sectores más acomodados, como siempre se ha tendido a pensar, por el contrario, el pánico se disemina entre aquellos que se sienten más vulnerables y que no poseen los medios para su defensa o para su escape.

De esta forma nos preguntamos, ¿dónde están los habitantes en las discursividades que sustentan al metro como uno de los principales  paradigmas del desarrollo en Chile?, ¿dónde están los habitantes en el lenguaje de quienes se refieren a “la calle” como el territorio medular de la violencia y el descontrol? y, por último, ¿qué centralidad tendrán las y los habitantes, no en una guerra, sino en la solución socio-política del conflicto que actualmente atravesamos?

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