Vidas que merecen ser lloradas
por Gabriel Bertrin Cuevas*
Escribir, si no es para los amigos y las amigas, es un acto de vanidad leí por ahí hace un tiempo. Escribir como catarsis, como impulso creativo, donde el tiempo se transforma en otra dimensión.
Recuerdo ―claro que recuerdo― tantas noches conversando con mi “taita” sobre los tiempos mejores, como me dice él. Mi padre para el golpe de Estado había superado hace poco los 20 años y como todo adolescente, soñaba con un futuro mejor. Iba con sus amigos al Caupolicán a ver a los Titanes del Ring mientras fumaba de esos cigarros rojos que te hacen hablar por horas y horas. Habitante de un territorio popular como La Legua, sus vecinos eran sus compañeros y sus vecinas eran sus compañeras, se juntaban a organizar paseos a la playa, equipos de fútbol (con ramas femeninas y masculinas) y tantos otros mundos como les fuera posible.
Militaban en sus sueños, los mismos que veían en el cine de la Plaza Bogotá o que leían en algún libro que la Quimantu editaba. En esos tiempos estaba de moda el bigote y el pelo largo, junto a la grappa y el vino tinto. Mi padre trabajaba en la Fábrica Textil Sumar, donde a pesar de su corta edad ya era dirigente sindical. La fábrica era parte del cordón San Joaquín, ese que juntaba a varias empresas de la calle San Joaquín (ahora Av. Carlos Valdovinos), que estaban bajo control obrero. Eran tiempos distintos.
Junto a su “piño” se juntaron en una reunión extraordinaria ese día 11 de septiembre de 1973. Una de las reuniones más tensas de su historia, me cuenta. Se fumó 10 cigarros en menos de media hora. Decidieron defender la fábrica del fascismo militar, entonces, se juntaron en grupos; algunos se iban a la puerta, otros se iban a la torre que tenía un reloj y otros cuantos se fueron al frente, la primera línea de la batalla. Estos actos de terrorismo poético no sirvieron de nada, ya habían traidores dentro del mismo grupo, que con libreta y lápiz le iba avisando a los militares el nombre de sus compañeros subversivos, sus direcciones y sus familiares.
Entonces, me cuenta que se fue corriendo a su casa, a ver a su familia, a sus hermanos y hermanas, a sus amigos. Se encontró con una población sin militares aún, algo raro puesto que la fábrica Sumar se encontraba llena de militares y tanquetas y la población donde vivimos queda a unos cuantos metros de la fábrica. Divisó a lo lejos, cómo sus compañeros armados con armas y piedras iban a la plaza a defender el territorio, con letreros que decían “En La Legua no entran los milicos”. Resistencia que trajo consecuencias para la población.
Me cuenta con lágrimas en los ojos, cuando la noche se transforma en borrachera, que debería haber muerto luchando, que no debería haberse ido exiliado a Argentina, que debería haber continuado su realidad onírica junto a sus compañeros y compañeras que ya no se encuentran en este plano, en donde algunos y algunas aún no se encuentran en este plano porque sus cuerpos jamás fueron encontrados.
Y me hace recordar que la población lleva 20 años con una intervención territorial por parte del Ministerio del Interior. Esta intervención instaló 72 policías fuertemente armados durante todo el día y todos los días. El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) el año 2015 presentó su informe de “Violencias y derechos humanos en La Legua”, en donde habla de vulneración sistemática a los derechos humanos por parte del Estado hacia la población que ahí habita y esta ha sido disfrazada de políticas públicas de mejoramiento urbano territorial.
El sábado 15 de abril del año 2021, en San Joaquín, asesinaron a balazos a un joven de 26 años, nacido y criado en el barrio; jugaba a la pelota en la cancha y saludaba a sus vecinos de la cuadra. Una muerte que merece ser llorada por el hecho de la vida misma, sin embargo, este joven se dedicaba al microtráfico (en el caso de poblaciones populares de Chile no existe un narcotráfico, no existen laboratorios de tratamiento de clorhidrato de cocaína, sino que existe un microtráfico de supervivencia), por lo tanto su muerte fue celebrada en toda la prensa y en redes sociales existían mensajes como: “Ojalá maten a todos los de La Legua”.
Entonces creo que aún quedan vidas que merecen ser lloradas y recordadas en estos tiempos y el ejercicio de la memoria se transforma en una arqueología donde podemos ver por qué cada cierto tiempo el Estado asesinó a pobladores populares y marginales de todo los territorios de América Latina.
* Geógrafo, Universidad de Chile.