Más allá de los desastres: ¿Qué hay detrás de los incendios en Valparaíso?
Por Felipe Avalos León, egresado de Arquitectura.
El incendio del 12 de Abril del 2014 en Valparaíso, es considerado por diversos autores como el incendio urbano más grande de la historia de nuestro país y uno de los mayores desastres de la última década, junto con el terremoto y tsunami del 2010, y el temporal en el norte de Chile el 2015.
No es primera vez que esta ciudad se ve afectada por dichos siniestros, de hecho, se calcula que en torno al área metropolitana de Valparaíso ocurren más de 70 incendios forestales por año. Éstos, que poseen su foco en zonas cercanas al territorio urbano del Gran Valparaíso, demostraron que constituyen una real amenaza ya no sólo para el sector forestal, sino que para la ciudad y la seguridad de sus habitantes.
Se trata también de un territorio especial. En Valparaíso la geografía de quebradas en sentido norte-sur coincide con fuertes vientos en verano (los llamados “surazos”), que convierten a las quebradas en verdaderas chimeneas que propagan rápidamente el fuego entre vegetación seca, basura y asentamientos informales en la periferia.
Si hablamos de los factores que inciden en el riesgo, se sabe que éstas son catástrofes con un origen 100% humano, es decir, el actuar de la población (intencional o no) y su ocupación de las llamadas áreas de interfaz urbano-forestal es el único causante de los incendios y la principal razón de su propagación a la ciudad.
Desde la disciplina de la Gestión del Riesgo de Desastres se plantea que éstos no son naturales, sino una construcción social. Es por ello que parece alarmante cómo este tipo de desastre sea cada vez más recurrente: se evidencia una ciudad segregadora y desigual. Los más afectados, las comunidades más vulnerables, sin oportunidades de poseer una vivienda digna cerca de los centros de oportunidades, suben al cerro, construyen su vivienda conscientes del riesgo, pero sin las herramientas (principalmente asociadas a la educación y la organización) para reducirlo.
Por otro lado, sale a la luz un problema transversal de los instrumentos de planificación en nuestro país: la falta de regulación de áreas rurales en torno a las ciudades y su diálogo con éstas. Las áreas de interfaz urbano-forestal conforman un escenario complejo de interacción entre áreas silvestres y asentamientos periurbanos carentes de planificación.
En ese sentido, el crecimiento horizontal de nuestras ciudades no se debe sólo a la supremacía del mercado inmobiliario, sino a que el Estado no ha sido capaz de abandonar las mismas lógicas del primero. Esto se traduce en una escasa relocalización de la población afectada y una exigua visión a futuro, en medida que se mantienen las mismas condiciones espaciales, políticas y económicas que propician la exclusión y la ocupación informal de un territorio “no ocupado”.
El estado actual a dos años y medio del desastre es preocupante. Aún no se ha resuelto el déficit de viviendas para la totalidad de afectados, ni tampoco se han desarrollado proyectos, planes o estudios que apunten a pensar el problema de manera cualitativa y analizar alternativas de ocupación del territorio.
Mientras tanto, quedan otras preguntas sin resolver: ¿Cómo regeneramos el tejido social de la comunidad? ¿Cómo nos estamos haciendo cargo del impacto sicológico del siniestro en las familias? ¿Cómo podemos diseñar un marco de cooperación institucional de prevención y respuesta? Y, mirando hacia el futuro: ¿Cómo re-pensamos la manera de hacer ciudad en los cerros de Valparaíso?
Definitivamente cualquiera de las respuestas a estas interrogantes debe romper con el paradigma del mercado como motor de los espacios urbanos y reposicionar al habitante, con sus problemas, miradas y saberes en la base de las decisiones. Lo imperativo de generar ciudades más inclusivas social y espacialmente no deriva del discurso mismo, sino porque así también generamos calidad en muchas vidas y, en el mejor de los casos, las salvamos.
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