La ciudad que se cuida

Por Camila Barreau Daly

Habitar la ciudad cuidando de mi hijo ha sido revelador de lo inadecuado que pueden ser los entornos urbanos para la crianza[1]. Esta atmósfera, que cuando estudiaba arquitectura me parecía estimulante y diversa, con mi pequeño en los brazos se ha convertido violentamente en una amalgama de ruidos, contaminación y espacios inaccesibles. Este cambio ha generado un punto de inflexión en mi forma de observar lo que sucede en la ciudad, de cómo los espacios urbanos acogen o contienen el desarrollo de la vida humana y sus relaciones fundamentales. Cuidar se ha transformado entonces en un proceso de re-conocimiento de mi experiencia urbana y, a la vez, en una apertura hacia los y las otras excluidas que sufren en silencio. Me ha llevado a intentar dar cuenta de la experiencia de quienes la ciudad excluye, a los y las invisibilizadas.

Sentirse excluido de la ciudad es una realidad que a todos y todas nos tocará comprobar en algún momento de nuestras vidas. Puede que sea en la convalecencia de un accidente o al quedarnos sin trabajo, puede que nos toque cuidar a nuestros padres, abuelos o abuelas, criar a nuestras hijas e hijos o, en el peor de los casos, descubrirlo lentamente en el proceso de hacernos mayores, cuando fallen nuestros sentidos y necesitemos de la ayuda de un otro u otra.  Pareciera a veces que olvidamos que todos hemos sido cuidados desde pequeños durante largos años. Tomar conciencia de nuestras propias vulnerabilidades, podría ser el primer paso para cambiar el lente con el que miramos las experiencias urbanas y poder concebir a la urbe como una ciudad que cuida.

Pensar en una ciudad que cuida implica primero imaginar una ciudad que escucha, desarrollando una delicada capacidad de reconocimiento de la diversidad. Se descubriría así, la existencia de personas de distintas edades y estadios de conciencia, diferentes motricidades, múltiples formas corporales, sería una ciudad maravillada por la infinidad de relaciones vitales que contiene. En esta ciudad que escucha, aparecerían infinitas voces que nos contarían cómo es esta ciudad, y no otra, para poder desde allí, pensarnos como una ciudad que se cuida[2].

Esta ciudad que se cuida, al observarse a sí misma, desnudaría rápidamente la importancia de las relaciones entre las diversas personas que la habitan, su absoluta dependencia. Se detendría a observar nuestra precariedad[3] en todo sentido, nuestra inmanente necesidad de dar y recibir afectos. Convertiría quizás las calles en corredores de afectos y nos abriría puertas entre nuestras actuales casas unifamiliares[4] para poder cuidar en tribu[5]. Transformaría nuestras jornadas laborales en trabajos mancomunados que nos permitieran turnarnos en los cuidados, sin hacer diferencias de género, responsabilizando a todos y todas. Otorgaría valor a estas labores y les daría centralidad para la toma de decisiones democráticas[6].

Lograr avanzar hacia la ciudad que se cuida empieza también por reconocer el aporte de las epistemologías feministas a los estudios urbanos[7], que han otorgado voz a las y los acallados. Reconocer la lucha política histórica de estas pensadoras y activistas, que han venido denunciando el ocultamiento de las labores de cuidado – desempeñadas principalmente por mujeres de manera no remunerada – como soporte tácito para el desarrollo del capitalismo hasta nuestros tiempos[8].

Una dolorosa alarma que se ha encendido en nuestras actuales ciudades neoliberales es la llamada crisis de los cuidados[9], gatillada por la incorporación masiva de la mujer al trabajo y su progresivo triunfo en materia de derechos humanos. La ausencia de la mujer en el hogar ha visibilizado la importancia de las labores de cuidado para el desarrollo de la vida en las ciudades, exhibiendo la carga horaria y el desgaste emocional que conlleva y, ante todo, la importancia que tiene para la salud mental de la sociedad en general como base afectiva. Lamentablemente, el coste emocional que ha conllevado esta crisis la hemos sufrido todos y todas, al vernos obligados a dejar a nuestro pequeño de 6 meses en una sala cuna o a nuestra anciana madre en un asilo. La tarea que nos queda es grande, urgente y la debemos abordar entre todos y todas.

 


[1] Hay un relato muy bello y esclarecedor sobre la experiencia de criar: http://ireneleonyemacacao.blogspot.com/2018/08/nuestro-primer-otono-juntas.html

[2] Comparto una reflexión de Paloma Mateo: https://benimacletentra.org/2018/11/05/teixint-xarxes-cura/

[3] Como plantea Silvia López Gil en su texto Ontología de la precariedad en Judith Butler. Repensar la vida en común. 2014.

[4] Zaida Muxi en https://www.publico.es/sociedad/voces-femeninas-zaida-muxi-familia-nuclear-invencion-siglo-xix.html

[5] Reflexión de Carolina del Olmo en su libro ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista. 2013.

[6] Francesco Tonucci ya proponía hacer la ciudad democrática tomando al niño como referencia en su libro La ciudad de los niños. Un modo nuevo de pensar la ciudad. 1996.

[7] Ana María Bach reflexiona sobre las epistemologías feministas en su texto Fertilidad de las epistemologías feministas. 2014.

[8] Puede leerse en artículos de Silvia Federici como http:/inthemiddleofthewhirlwind.wordpress.com/precarious-labor-a-feminist-viewpoint/

[9] Sandra Ezquerra profundiza en ello en su texto Crisis de los cuidados y crisis sistémica: la reproducción como pilar de la economía llamada real. 2012.

[7] Ana María Bach reflexiona sobre las epistemologías feministas en su texto Fertilidad de las epistemologías feministas. 2014.

[8] Puede leerse en escritor de Silvia Federici como http:/inthemiddleofthewhirlwind.wordpress.com/precarious-labor-a-feminist-viewpoint/

[9] Sandra Ezquerra profundiza en ello en su texto Crisis de los cuidados y crisis sistémica: la reproducción como pilar de la economía llamada real. 2012.

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